Amar
el campo nos puede llevar a una profunda conexión con lo esencial. Nos recuerda
que la vida tiene ciclos, que hay tiempos para sembrar y tiempos para recoger,
tiempos de abundancia y de descanso. En la ciudad, donde el cambio de estación
se siente apenas, este ritmo natural puede perderse; pero el campo, con sus
lluvias y sus frutos de temporada, nos devuelve la sensación de pertenencia a
algo mucho más grande. Es una especie de amor sencillo y profundo, un
compromiso tácito de cuidar lo que amamos, de escuchar a la tierra y dejar que
ella nos cuide también.